Una de tantas noches en las que las estaciones se agolpan y moldean a su propio antojo, ya no existe el tiempo, entre inaudibles y desgarrados gritos que conforman ahora tu mundo, siempre acompañados de algo rápido y demoledor que destroza todo a su paso. Con el primer aliento aspirado vuelves a abandonar este universo, para sumergirte en otro completamente distinto, ajeno al dolor y al placer tal y como son conocidos, y a medida que te adentras esas voces penetran más y más en ti, como si de un objeto afilado y punzante se tratase, y siempre muy delgado, que cada vez que golpea se introduce en tu interior y sin que te dé tiempo a pensar si permanece ahí vuelve a hundirse otra vez en tu carne. Y ese cosmos es ahora en el que habitas, un sitio gris, lleno de bellos parajes, tan bellos como la niebla que los rodea, incomprensible al ojo humano.
Y en el momento en que sabes que no existe nada más, se funde tu último aliento con tu último pensamiento, el silencio vuelve a reinar, y tú, en el fondo de tu mente enferma, sabes que ese mundo es alcanzable, puesto que ya vives en él.
